4.2.12

Salto mortal

Al final, me he liado la tradición a la cabeza y he dado el salto al libro electrónico.  De entre tanta oferta he optado por el Kindle más barato y por el momento no me puedo quejar en absoluto. Permite leer archivos de texto de tu PC que jamás en la vida ibas a leer en la pantalla, ni para los que ibas a gastar dos cartuchos de la impresora. Los puedes cargar por USB o mandarlos al aparato por correo electrónico.  Incluso hay unos subprogramas de algunos navegadores que te permiten enviar al lector lo que estés leyendo en cualquier web.
La visibilidad es idéntica (o mejor) a la de un libro de cartón y papel.  Permite cambiar el tamaño de letra y el interlineado.  Recuerda la página por la que vas.  Marca el pico de la página y hace subrayados y anotaciones.  Tiene incorporados diccionarios que dan definiciones en el momento en el que pones el cursor al principio de una palabra.
El libro es un objeto cuya valía y aportación a la historia de la humanidad nadie va a discutir, pero tampoco seamos más papistas que el Papa.  Muchas obras de la literatura y del pensamiento universal no fueron creadas para estar (y/o quedarse) en un libro.  Ahí están para demostrarlo la Biblia, el Cantar de Mío Cid, la Odisea, la Ilíada, el Corán, el pensamiento de Sócrates o de Buda, casi todo el teatro que conocemos, que fue escrito para ser memorizado y representado, y la poesía, que hasta la Edad Media fue siempre la letra de las canciones que cantaban el pueblo o los trovadores palaciegos.  Tampoco se leyeron en libros muchas de las novelas del siglo XIX (Dickens, Dumas, Stevenson, Salgari...) que se publicaban por entregas en los periódicos.
El primer libro en desaparecer ha sido la enciclopedia, esa especie de adorno que servía para asentar los muebles y para que los simpáticos personajes que las vendían desarrollaran su cháchara interminable.  Luego han venido los libros electrónicos escolares, que este año vamos a empezar a usar experimentalmente en mi centro. Y a continuación caerán las novelas, los libros de autoayuda, los de poesía...  Y será el fin de las bibliotecas y de los marcadores y de los libreros, que de todas formas, ya estaban a punto de perecer en el piélago de las grandes superficies. Esto, por supuesto, no significa el fin de la literatura que, como digo en la clases, no hay que confundir con la papelería. Hay literatura en el cine, en los chistes, en la televisión, y hasta, como decía Borges, en cualquier parte en la que haya alguien hablando.
Pero no se preocupen, que todavía queda libro de papel para rato, por lo menos hasta que los vendedores de e-books no se den cuenta de que un 33% de rebaja no es suficiente acicate para el gran público.
Paradójicamente (o no) los primeros compradores de libros electrónicos estamos siendo los que más libros de papel tenemos acumulados en las casas, pues vemos cómo crecen las estanterías amenazando con expulsar a sus habitantes humanos.
Los libros electrónicos también se pueden e-prestar, como los otros, pero, según parece, uno tiene asegurada la e-devolución.  De modo que aquel adagio ("Quien presta un libro a un amigo pierde el libro y el amigo") dejará de tener vigencia de aquí a diez o veinte años.
Los detractores del e-reader indefectiblemente sacan el mismo argumento: el olor.  Y es verdad que el Kindle o el Inves o el Sony no huelen. Pero yo me pregunto, ¿sacrificaremos la comodidad y la accesibilidad a miles de libros gratuitos por el olor?  Yo me tapo la nariz y me sumerjo en este nuevo océano en el que, de todas formas, acabaremos nadando más temprano que tarde. Y si quiero oler a tinta y a papel, pues me compraré un kit de caligrafía japonesa en Kioto y lo abriré de vez en cuando.
Por cierto, ¿no fue allí donde se firmó un protocolo en el que se proponía reducir la destrucción de los bosques con los que se hacen el papel y las estanterías?

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